Los Juegos Olímpicos de Pekín se han convertido en el escaparate de la nueva Guerra Fría, que sopla con cada más fuerza por todo el planeta y que puede alcanzar el grado de huracán en el este de Europa.
Por Francisco Herranz*
Como ocurriera en los años 70 y 80 del siglo pasado -en otro contexto internacional y con otros actores protagonistas-, el país organizador de la mayor cita deportiva mundial se enfrenta al boicot de un número de naciones que protestan por su política y sus decisiones.
Ya en la cita de Montreal en julio de 1976 se descolgaron 28 estados africanos que exigieron sin éxito al Comité Olímpico Internacional (COI) que penalizara a Nueva Zelanda y no la incluyera en la lista de naciones invitadas, por haber jugado un partido de rugby con la selección de Sudáfrica, sometida entonces al régimen racista del apartheid. Tampoco participaron entonces ni la República Popular de China ni Taiwán por sus históricas disputas mutuas y por la respuesta del COI y del Gobierno canadiense.
Moscú sufrió el boicot de los Juegos de 1980. Estados Unidos lanzó esa medida de castigo, argumentando que la presencia, desde el año anterior, de tropas de la Unión Soviética en Afganistán -en medio de una guerra civil- era una invasión y violaba el Derecho Internacional. Finalmente, 66 estados se abstuvieron de participar.
Cuatro años después, en 1984, se produjo la misma circunstancia, esta vez en los Juegos Olímpicos de Los Angeles. El boicot involucró a 15 países, la mayoría de ellos miembros o aliados del bloque soviético, liderados por la URSS, que había iniciado la campaña.
En todas las ocasiones nombradas, el plante fue total, es decir, tanto en el plano deportivo como en el político. Ahora, en el caso de China, que es el que nos ocupa, tan sólo ha sido diplomático, pero eso no resta ninguna importancia al hecho, pues ataca a la base misma del movimiento olímpico que promueve valores universales comúnmente aceptados como la concordia internacional.
Lejos queda pues, la llamada tregua o paz olímpica, ratificada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 48/11, de 25 de octubre de 1993, que instaba a los estados miembros a que la observaran. Esa tregua data de la época griega clásica, cuando las ciudades-estado deponían temporalmente las armas para que sus deportistas pudieran acudir a competir a Olimpia, que tenía el estatus de zona neutral.
Doce países, entre ellos Australia, Canadá, Estados Unidos, India, Japón y Reino Unido, se sumaron al boicot diplomático a China y, por consiguiente, no enviaron representantes a asistir al día de la inauguración, con el encendido del pebetero, celebrado en Pekín el 4 de febrero en el mismo estadio con forma de nido donde se vivieron los Juegos Olímpicos de verano de 2008.
La acción se dirige contra el país más poblado del planeta, una potencia en pleno ascenso, con un indiscutible vigor económico, incluso en tiempos de pandemia, que respalda ambiciosos planes de desarrollo, plenamente integrada en el sistema global y cuyo crecimiento amenaza la hegemonía tecnológica y militar de Estados Unidos.
La razón esgrimida por el presidente norteamericano, Joe Biden, y sus aliados, es la violación de los derechos humanos en China y la represión gubernamental china contra la minoría musulmana que habita mayoritariamente en la provincia oriental de Xinjiang. En concreto alega “genocidio y crímenes contra la Humanidad en Xinjiang”, una acusación extremadamente seria.
En definitiva, prima la política de gestos recíprocos de desafío y desprecio. La falta, en las fotos de la ceremonia olímpica, de autoridades estadounidenses, británicas o australianas retrata a los protagonistas de esta nueva Guerra Fría del siglo XXI, encabezada por los gobiernos de Washington y Pekín. De un lado, Estados Unidos y la Unión Europea; de otro, China y Rusia. Tanto las ausencias como las presencias dibujan un mapa polarizado que evidencia el posicionamiento de cada estado, donde caben muchos matices, pues las conexiones entre China y Occidente son múltiples y muy fuertes, especialmente desde el punto de vista comercial. Esa sólida interdependencia modifica y atenúa el posible resultado, pero lleva a un escenario lleno de turbulencias políticas que puede desencadenar consecuencias sociales y económicas indeseables para todos. El boicot es una radiografía casi perfecta del actual panorama global de alianzas, sintonías y enfrentamientos; en ella se aprecian muy bien las incertidumbres y divergencias que afectan sobremanera a las filas occidentales.
Resulta llamativo que sí estuvieran presentes los máximos ejecutivos de las grandes compañías patrocinadoras principales de los Juegos y cuya sede central se halla en los países que respaldaron el boicot. Esa actitud hipócrita -pragmática, aseguran algunos de ellos- dice mucho del complejo contexto que nos rodea, pero, sobre todo, del futuro de los Juegos Olímpicos como fueron concebidos en 1894. Las tres últimas convocatorias más recientes, Río de Janeiro (2016), Pyeongchang (2018) y Tokio (2021) fueron testigos de importantes protestas ciudadanas locales por los problemas ocasionados por los sobrecostes, los desplazamientos y la gentrificación.
Como sostiene en las páginas de The New York Times Maura Elizabeth Cunningham, escritora e historiadora de China moderna, los Juegos de 2022 ya representan “una victoria” para el Gobierno de Pekín y “otros países deberían prestar atención” a ello, porque si estos querían censurar a China por sus abusos, “la arena olímpica no es probablemente el mejor lugar para hacerlo”. No hubo retirada de patrocinadores y el COI, a través de su presidente Thomas Bach, sigue porfiando en que política y deportes no deben mezclarse. Aunque esa máxima haya dejado de ser realista.
*Sputnik
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